miércoles, 22 de junio de 2011

 II

El tren continúa con su recorrido y se entremezcla cada vez más en el paisaje de la tarde que se está convirtiendo en noche. Los pájaros negros vuelan en círculos en un cielo gris y el hombre, aún más gris, observa todo. Acomodó despaciosamente sus cosas sin perder de vista a los que antes había marcado. Después los miró y los observó sentarse, no sin antes ver que verificaban el número de sus asientos, tenían el 15 y el 16, los otros estaban más atrás y habría tiempo de encargarse de ellos.
Fijó su atención en el tal Puñal y Amador. Para tenerlos más próximos se adelantó a sentarse en uno de los tantos asientos vacíos que había a dos filas atrás de ellos. El hombre, de espaldas, los escuchó hablar Sabes que tenía muy pocas ganas de venir, justo tuve que dejar de escribir el capítulo 8 de una novela que me tiene a mal traer. Amador espetó una respuesta, como para no quedarse atrás Bueno si te cuento lo mío no lo vas a creer, me llamaron ayer de una editorial de Badalona, quieren mis textos. Entonces, el perseguidor habló para sí Por dios estos tipos creyéndose escritores. Los conocía muy bien y siempre los había visto andar luciéndo el título de gran escritor. Aprovechaban todo lo que se les cruzara, encuentros literarios o alguna lectura de poemas y cualquier cosa que hacían lo trataban de hacer saber a los medios, que de alguna manera le hacían el cuento porque éstos saben bien con los bueyes que aran. Apretujó sus puños, después aflojó las manos y metió la derecha con la intención de buscar algo. Tanteó el fondo del portafolio y extrajo una cuerda prolijamente enrollada para después guardarla en uno de los bolsillos del pantalón.
El vagón del tren presentaba un aspecto solitario, desierto. Pocos son los que toman este tren al centro-norte del país. El trayecto es sinuoso y colorido de día pero con la oscuridad se torna hostil. La noche se apoderó del paisaje y de los pasillos, se apagaron las luces, sólo titilan las lucecitas de los baños y los pocos viajeros se disponen a dejarse llevar por el tren y por el sueño.
José continuaba con su charla de gran escritor y al rato hizo un alto y dijo que tenía que salir a descargar un poco los riñones y se dirigió atrás, al baño. El tren continuaba con su marcha, y las luces de otro que venía de frente lo pusieron todo blanco. El perseguidor sintió perderse en esa ceguera, en esa sinrazón y continuó, midiendo sus pasos siguió al que se había levantado y justo antes de llegar a la puerta le acomodó la soga al cuello y lo estrujó, sin darle tiempo a deletrear ninguna palabra, sólo tuvo la posibilidad de hacer el ademán de levantar las manos y querer defenderse de algo que no espera. Tensó más la cuerda, cerró la puerta y esperó un rato más para dar por terminada su faena. Por seguridad, le hizo un nudo ciego un poco más arriba de la nuez y le dislocó aún más el cuello. Lo dejó con la cabeza cruzada, y lo acomodó sentado en el inodoro. Después el hombre, sin más, volvió a su lugar.
Pasado un rato, Edgardo se entretenía hablando por teléfono Pero Montse, si sábes que son sólo cuatro días que estoy fuera de casa, no te preocupes que después voy al despacho y lo arreglamos todo.
El hombre estaba agazapado esperando algún movimiento, antes había sacado su estilográfica y se disponía a escribir la novela o por lo menos a eso era lo que aspiraba .Sostenía el cuaderno borrador en sus manos intentando dar sus primeras líneas y se vislumbraba un reflejo cortante en la mesita del asiento del tren. La luna y las ventanas abiertas delataban la extraña presencia.
Edgardo seguía con su parloteo Bueno no seas tan alarmista, viste que todo en esta vida tiene solución menos la muerte así que espera y ya lo solucionamos… mira tengo que cortar...Voy a ver qué pasa con Jose... hace más de veinte minutos que se fue al lavabo y no regresa… Joder, ya veo que otra vez tengo que ayudarle con sus ataques de ansiedad.
En la oscuridad de los dos asientos de atrás el hombre sostiene su estilográfica y víctima del resplandor que le provocaron las luces, escribe alucinado El sacó su 45 y le descerrajó nueve tiros en la cabeza, hasta vaciar el cargador en un descampado del barrio Maravilla. Nadie oyó nada. Cuando se dió cuenta que estaba bien muerto el muerto, miró a su alrededor para observar si algún chismoso asomaba la cabeza pero nada, ni las almas se atrevían a mirar. Los perros, que era lo más lógico que salieran al encuentro de los ruidos, estaban muertos de miedo y, además, las fiestas de navidad, fin de año y carnaval habían hecho estragos en ellos, así que al menor ruido estaban debajo de la cama.
Guardó el arma haciendo jueguitos al estilo cowboy, pero como no tenía cartuchera la metió entre medio del cinto y su panza que daba atisbos de empezar a engordar demasiado. Se acercó al muerto, lo escupió y le dio una patada en las costillas muertas y no tuvo reparos en detenerse a desenganchar el papel que le veía en su mano derecha. Todo había comenzado seis años antes, un 24 de marzo de 1977, en medio del ruido de las sirenas por el toque de queda y el de los allanamientos en diversos puntos de la ciudad, Jorge tuvo que irse en su fitito enfilando dirección al monte. Tenía que pasar a las sombras esa noche.
El barrio dónde vivía tenía tres calles largas que iban a morir a un cancha de fútbol, la calle del medio era la suya justo en un pasaje que comenzaba frente a una manzana alambrada poblada de inmensos troncos que eran la comida del aserradero del frente. Calles de tierra polvorienta en el verano y secas en invierno como la vida en esa parte de la ciudad. Jorge había llegado del sur hacia ya un buen tiempo, antes de los setenta.
De nuevo la luz penetrante le hace soltar la estilográfica y ponerse alerta, Edgardo acaba de dejar su móvil dentro de los bolsillos de la campera. Dirige su mirada y pasos en dirección al lavabo, sin percatarse de la sombra que lo sigue. No hay nada a qué temer y menos en un tren y en un país tan seguro, pensaba. Se acercó a la puerta y extrañamente, para él, estaba el cartelito de libre cuando se dispuso a entrar para ver si estaba su amigo sintió que entró él también a ese territorio frío y sanguinolento del que hablan sus relatos. De cabo a rabo incrustado el metal en su terso cuello burgués. El perseguidor no le dio la menor posibilidad de emitir un grito, lo empujó adentro y le atravesó la ropa una y otra vez cociéndolo a puñaladas.
El otro cuerpo inmóvil daba muestras de que la muerte le había aflojado los esfínteres, sin importarle, y en medio de la mierda reinante, le puso encima a este otro un poco más caliente. Tuvo el cuidado necesario de no ensuciarse los zapatos y después dirigió sus manos al lavatorio y se limpió las manchas. Antes de salir dejó puesto el cartel de ocupado. Afuera nadie rondaba por el vagón, sólo la luz roja le señalaba desde atrás pero estaba muda.