lunes, 7 de marzo de 2011

ÚLTIMOS ESTERTORES

I

Escondió la lapicera entre las cosas del portafolio que cargaba y se dispuso a subir, saltó desde el andén y se colgó de las agarraderas, ahí se detuvo y miró cerciorándose de que subieran todos. El uno  de pantalón de vestir  y chaqueta de pana lila, zapatos a tono y  por encima unos bigotes y anteojos que le daba un aire intelectual. El otro estaba más life, de vaquero y una camisa de algodón roja con una campera azul desgastada.

El uno se llama José Amador y el otro, Edgardo Puñal, escritores de poca monta,  se habían dado a conocer escribiendo algunos relatos sanguiñolientos, con un excesivo sentido de la creación de espacios trillados; sus protagonistas eran desquiciados o policias retirados ligados a la mafia; el primer novelista armaba a su personaje principal con un cuchillo de unos veinte centimetros de hoja y el otro, paradójimamente, le enfundaba una 45, recuerdo de sus años como policia y guardia de seguridad según lo que contaba su autor.

También esperó que el resto tomara el tren; estaban a unos veinte metros más atrás, aunque eran del mismo gremio se ve que no se aguantaban porque subieron por la puerta que estaba más lejos de ellos. Escritores que se ufanaban por mostrar sus creaciones literarias referidas al bajo mundo, al mundo que sin duda nunca conocieron y si saben algo de él será porque se lo han contado, lo han  visto en películas o lo leyeron en la universidad donde aprehendieron el oficio. Estaba seguro que eran hijos de papá y niños buenos avenidos a un mundo en que les da morbo la forma de matar, la forma de estrujar a las víctimas que tienen los asesinos que ellos crean.

Antes, los tres, habían tomado unas cervezas en el bar La amistad que está al frente de la estación; allí hicieron un diagrama de las actividades que iban a realizar. Manuel vas a dar  la conferencia junto al nabo de Vallecas pero bueno,....., es una buena hora y no viene mal hacerse amigo ... tiene contactos en Madrid y podría conseguirte buenos editores. Manuel Santos vislumbraba entre sus pupilas el deseo de ser reconocido como gran escritor pero los esfuerzos que hacía no tenían efecto en ninguna editorial de renombre y por eso siempre anduvo pagándose las ediciones de sus libros; iba por el sexto y nada. Así es Juan, espero contactar con alguien porque sino lo único que me queda es participar para el próximo año en el concurso europeo de novela negra, el de Estocolmo. Juan Macías, era el mejor de los tres, nacido de una familia burguesa, universitario y con un trabajo de profesor de filología hispánica, todo esto nos demostraba que él sí podía escribir buenas novelas, la crítica lo tenía en la mira y estaba listo para dar el gran salto pero aunque fuera el que escribiera mejor, sus libros tenían un aire muy intelectual y se notaba que hacía falta algo más en sus palabras, algo que le permitiera emocionar al lector y no ser tan superficial. El tercero en discordia, Jordi Pons, era más bien parco, callado y sus novelas tampoco habian sido muy agraciadas por la crítica, en síntesis podría decirse que su segundo apellido era fracaso; este observaba a sus compañeros y  al papel del programa de actividades y comentó de acuerdo con los otros  Por lo visto estamos en días distintos y eso nos viene bien para que podamos estar presente en cada una de nuestras conferencias y de paso, como dices Juan, hacemos sociales. Terminaron las últimas gotas de cerveza, mientras la música del bar los animaba a emprender la marcha,  pidieron la cuenta y apagaron los tres cigarros al unísono; luego, se abrieron paso entre la gente que había en el bar, llegaron a la esquina, esperaron el verde para cruzar la calle esquivando los transeúntes, los taxis y llegaron a la estación. Debían tomar el tren de las seis y faltaban 10 minutos, apuraron los pasos bajando las escaleras mecánicas y chocaron con el andén, de reojo miraron al costado derecho y vieron cómo subían José y Edgardo y prefirieron estar lejos, unos veinte metros más atrás.

La tarde agonizaba y daba sus últimos estertores, aunque desde los andenes no se observaba el cielo, se intuía, que la luna de agosto se dibujaba, y que afuera lo celeste era atacado por las gaviotas de la ciudad. El tren partía de la estación central  y  empezaba a descontar los kilómetros de destino.

El hombre que había observado todo, hizo un ademán con su mano derecha como queriendo asistir a un beneplácito personal; todo está como el quería, y por eso se aseguró de que ninguno se arrepintiera a último momento, entonces empujó con fuerza su cuerpo para el interior del tren y abandonó las agarraderas que le habían servido de apoyo, hizo dos pasos y estaba en medio del vagón, dejó a sus conejitos ubicarse y él hizo lo propio, ahora llegaba el tiempo de la espera.






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